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Nápoles subterránea

Salimos de la región de Abruzzo, con mis recuerdos de Granada a flor de piel.

El día nos recibía nuevamente con una lluviecita tonta pero persistente.

Nos asombrábamos  de la tranquilidad del viaje. No había estrés, solo bosque verde y neblina a una temperatura de unos 15 grados promedio.

Subimos al punto más alto, una pampa “bellísima” : nos sentíamos en casa. Eso es lo bonito de viajar que por momentos te sientes en casa.

Nos preguntamos y corroboramos; ¿Que significa “Heimat”? Y nos dimos cuenta de que, “Heimat” son aquellos micro-momentos de felicidad que vives, no importa dónde  te encuentres, ellos te arrullarán, te consentirán, te fortalecerá a la distancia: Impresionante sentir esto a más  de 1000 kilómetros de nuestra casa.

El día nos premió por nuestros pensamientos positivos, llegamos a Nápoles con un sol radiante en contra de toda predicción: Lluvia.

Dejamos nuestras maletas y nos calzamos nuestros mejores zapatos para “zapatear” Nápoles.

Bajamos de Montedicapo, nuestro barrio, a pie y ya comenzamos a enamorarnos de esa convivencia de  amor y odio entre los napolitanos y los turistas.

—Los entiendo —, nosotros embobados mirando con curiosidad sus casas, sus fachadas, sus ventanas, en otras palabras ávidos de adueñarnos de sus vidas. Parados en medio de sus callejuelas fotografiando, mientras ellos pitaban para abrirse paso con sus motonetas o sus Fiats.

Algo antes nunca visto, —al menos para mí —, los santuarios a la entrada de las casas, con vírgenes o santos, escapularios, oraciones , velas, recordatorios o esquelas de seres queridos o importantes, —imagino—.

Llegamos al casco antiguo de la ciudad, donde todos los turistas se agolpan a tirar fotos como locos, pero nadie se daba cuenta realmente de su alrededor.

Por ejemplo, que los napolitanos miran al turista de la misma manera, como los turistas a los napolitanos: con indiferencia.

Entre ellos se encuentran, se besan, se cuentan sus historias del día a día y atienden —si tienen que— al turista sediento o hambriento que se cruza a su paso.

Los turistas, en cambio, van, en su mayoría, en manadas siguiendo como borreguitos al guía de turno.

Los que vamos a nuestro aire, no conoceremos quizás la historia de hace 5 siglos, pero nos impresiona que al lado de un “chiringuito” se encuentre un estacionamiento de coches con sendos portones, un escudo de armas a la entrada y hasta un fresco desteñido del siglo XIII.

Continuamos nuestro camino…

—¿Entramos a la Nápoles subterránea o no? titubeamos un momento.

—Una cola impresionante, la calle húmeda porque había llovido unas horas antes y, ¡lo más interesante! uno de esos actuales  pobladores subterráneos también salió a ver la luz del día.

Una rata a mi derecha me miraba fijamente y me ofrecía un mendrugo de su pan, tapé mi boca en un grito mudo, me aferré al brazo de mi amigo incondicional, que inmediatamente sabía que hacer, —sacarme de allí lo más  rápido posible—.

Mi visita y mi amor por el centro histórico quedó atrás, ahora sólo quería espacio para respirar sin basura a nuestro al rededor y encuentros inesperados.

Mientras él buscaba el camino más corto para salir, yo daba gracias a la vida por darme la oportunidad de viajar y de sacarme de mi zona de confort para valorar lo que tenemos y a veces olvidamos.

Una vez, hace ya algún tiempo, mi hija me dijo:

—Madre, ¿crees que nosotros somos mejores que el resto del mundo?

—Pues, no.

—Simplemente, tenemos un sistema social de limpieza del estado que funciona.

—¿Crees que Latinoamérica, África o Nápoles, no quieren sus ciudades limpias?

—Me quedé sin respuesta…

Hoy, me atrevo a pensar que tengo una. Sé que con veinte no se viaja igual que con treinta, cuarenta, cincuenta o sesenta.

Lo interesante es que, mientras viajamos podemos madurar y reflexionar sobre nuestros errores.

¿Cómo es posible que Suiza haya estado más limpia hace treinta años antes que ahora? O que Latinoamérica, África o Nápoles sigan tan sucias como antes?

Es verdad, el gobierno debería pagar mejores sueldos al personal de limpieza, los verdaderos héroes de nuestra sociedad.

Ni el Papa, ni los presidentes, ni los dueños de…, ni el pueblo mismo, ni siquiera  los turistas son importantes.

Ellos, los limpiadores de las calles, los empleados de las casas, el personal de los baños públicos, son los verdaderos héroes. Ellos combaten cada dia las enfermedades.

Deberíamos de darles ese lugar digno a este segmento social. Si no pagamos justamente su empeño y dejamos de colocarle “la estigma” del peor de los trabajos, jamás saldremos de nuestra pobreza moral y mental.

Esta pobreza es la primera que debemos erradicar, la diferencia social, pero ¿cómo? ¿Cuándo? ¿Quién? Os lo dejo de tarea. Yo misma no puedo  hacerla.

Pero si no comenzamos a obrar ahora, pronto tendremos a esos moradores subterráneos llegando a nuestras casas con todo el derecho que nosotros mismos les hemos otorgado.

Para cambiar de aires llegamos al sector llamado “Lungomare” disfrutamos de un aperitivo reflexionando frente el mar, amando los rosas, los violetas, los naranjas y los morados del atardecer napolitano.

La luna nueva me sonreía, al ver que me había reconciliado con su ciudad.

Nos levantamos para caminar pasamos por el castillo del ovo hasta llegar a la plaza del Plebicito, aquí constatamos que, no importa la hora,  ser niño  es una de las cosas mas bonitas que tiene esta ciudad.

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