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Ventaneando II

 

 

 

Desde King's Cross, en Londres, haciendo transbordo en York, llegamos a Scarborough, una ciudad que nos recibió con un sol espléndido y una temperatura que se agradecía. Sentía que aquel motivo que me trajo aquí años atrás seguía presente entre nosotros.

Llegar fue como abrir una gran ventana de recuerdos. En 2018, venir a Inglaterra fue una decisión marcada por la tristeza y la ansiedad. Era un paso que me obligaba a ser adulta, a convertirme en cabeza de familia. Pero ¿cómo lograrlo? Esa era la gran pregunta.

Fueron cuatro semanas de largas caminatas a la orilla de ese mar oscuro y borrascoso, donde, en su inmensidad, mi angustia se disolvía. Ese murmullo suave y áspero, que me acompañaba cuando me asomaba a la ventana de mis pensamientos, me hacía sentir plena y segura:
—Lo estoy haciendo bien.

Hoy he regresado, siete años después. La musicalidad de su inglés ácido y untuoso, la decadencia digna de una ciudad pequeña pero próspera, y las gaviotas, atrevidas y omnipresentes, trajeron a mi memoria recuerdos felices.

Mi amigo de siempre se dejó llevar por mis historias, y recorrimos —a veces en silencio, a veces conversando— mis antiguos caminos: la extensa playa de arena oscura, el mar lejano que nos daba la bienvenida, un malecón con puestos de venta anticuados, camisetas empolvadas y restaurantes. Llegamos hasta el monumento al pescador y, desde abajo, contemplamos las vistas del castillo.

Hicimos una pausa y nos deleitamos con ese sol otoñal tan especial, que calienta lo suficiente para no sentir frío, pero no quema.

Por la noche fuimos a un pub, como solía hacerlo sola y, con cigarrillo en mano,  hace siete años. Bebimos cerveza y escuchamos a músicos locales que, entre acordes improvisados, se celebraban unos a otros. Voces roncas por el cigarro, apagadas por los años o encendidas por la juventud, llenaban ese rincón de historias y promesas inciertas. Ese lugar, mitad refugio, mitad escenario, era un pequeño mundo donde el pasado y el futuro se cruzaban en un presente tan real como efímero.

La mañana siguiente llegó con cielo azul y un té humeante entre las manos. Nos despedimos de Scarborough con esa melancolía dulce que solo dejan los lugares que nos han visto alguna vez.

Desde el café contemplaba a esas ventanas que se encontraban frente a mí, mientras el sol me  acariciaba suavemente, y sentí que ellas también querían contar sus propias historias.

Hoy, me quedo con la mía, que se queda entreabierta. Porque los años han traído madurez, y con ella, una mirada más serena sobre aquellos veranos intensos. El invierno, inevitable, se aproxima. Y quizás, cuando llegue, volvamos a encontrarnos. Aquí, allá… o en alguna otra ventana del mundo.

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