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Ventaneando VI

Desde las ventanas más grandes que he visto

Falta poco para regresar a casa, y justo cuando una cree que ya ha visto lo suficiente, se abre una nueva ventana. Esta vez fue en la pequeña y encantadora Salisbury, una ciudad que parece detenida en el tiempo, silenciosa y acogedora como un susurro en medio del otoño.

Este texto se asoma por varias ventanas: la de la infancia, la de los recuerdos que vuelven por el aroma o la lengua, la del encuentro con otras mujeres, la de la espiritualidad y las preguntas eternas. Pero también se asoma —sobre todo— por la ventana del presente: esa que se abre solo cuando bajamos el ritmo y miramos con atención.

Apenas llegamos, una escena curiosa nos recibió: el osito Paddington, con su sándwich de mermelada entre las patas, nos saludaba desde una esquina de la calle Fisherton. Me enteré luego que hay varios de estos ositos repartidos por todo el Reino Unido, como parte de un homenaje a su historia: nacido en Perú y adoptado por una pareja londinense. Fue así como, sin querer, se abrió la primera ventana del viaje: la de la infancia, los recuerdos, las migraciones y esos lazos invisibles que nos conectan con lugares y personajes que creíamos lejanos… incluso cuando son de ficción.

En Salisbury, inesperadamente, otra ventana se abrió: la que da a Brasil. Caminando por una calle, me detuve frente a una tienda con productos que me recordaban a mi estadía en aquel país que tanto quiero. De pronto, una voz cálida nos saludó:
“Oi, tudo bem? Vocês precisam de ajuda?”
Mi corazón saltó de alegría. En segundos me transporté a Brasil.
Obrigada, menina, por me permitir falar com você na sua língua. Amei.
A veces basta un saludo para sentirnos en casa, aunque estemos lejos. Las lenguas tienen ese poder: abren ventanas a mundos que ya vivimos… o que aún llevamos dentro.

Así como ese momento me llevó a Brasil, también el olor a madera y turba —profundo, terroso, lleno de historia— me llevó a otro recuerdo: mis días en los pubs de Scarborough, en 2018. No solía beber, pero amaba observar, escuchar música y escribir. En ese aroma se abrió otra ventana: la del tiempo pausado, del ritual de estar presente, del valor de lo cotidiano.

Y luego, la noche. Suave, templada, obligándonos a caminar lento, a hablar en voz baja. Calles apenas iluminadas, aire fresco, pasos sin prisa. La ciudad parecía prepararnos para algo más grande.

A tan solo veinte minutos en autobús desde la ciudad, nos encontramos frente a uno de los monumentos más enigmáticos del mundo. Allí, entre piedras milenarias y un viento cargado de siglos, conocí a una mujer argentina. Cabello largo y rebelde, mirada clara, figura fina… viajando sola por estos lares. Fue un encuentro espontáneo, pero potente.
Cuando me dijo que viajaba sola, la abracé con el alma.
La sororidad se asomó sin necesidad de presentaciones.

Mi amigo, acostumbrado a mis encuentros súbitos, nos acompañó en silencio mientras la conversación fluía como si ya nos conociéramos de antes.

A medida que nos acercábamos a Stonehenge, una sensación de pequeñez me invadía:
¿Quién soy yo frente a esto? ¿Quién es ella? ¿Quiénes somos nosotros frente a una civilización que dejó estas piedras hace más de 5,000 años?

Esa pregunta —la del origen y el propósito— me ha perseguido en muchos lugares sagrados que he tenido la fortuna de visitar:

  • Las pirámides de Teotihuacán, en México, con su calzada melancólica bordeada por montículos que guardan a sus muertos.
  • En Perú, la tierra de Paddington, donde abundan los vestigios de rituales y templos precolombinos.
  • Las ruinas altas y silenciosas de Kuélap.
  • El Museo de Pumapungo, en Cuenca, Ecuador.
  • Y también Uluru, en el corazón de Australia, esa roca sagrada que respira y late con la memoria ancestral del pueblo aborigen.

Todos esos lugares tienen algo en común: fueron construidos o venerados por civilizaciones que no solo sabían construir, sino que intentaban dialogar con el universo. Como Stonehenge, son ventanas abiertas a las mismas preguntas que aún hoy no sabemos responder:
¿Quiénes somos?
¿De dónde venimos?
¿Para qué estamos aquí?
¿Hacia dónde vamos?

Mientras la mayoría de los turistas alzaba sus cámaras, yo me preguntaba si no estábamos demasiado lejos de lo que ese monumento realmente significó alguna vez.
¿Podemos captar su esencia si no participamos de su espíritu?

Stonehenge, más que un conjunto de piedras, me pareció un testigo silencioso de nuestra fragilidad. Un recordatorio de que el tiempo no perdona, pero sí enseña.
Y entonces, sin esperarlo, otra ventana se abrió: la del
presente.
Porque ni yo soy la misma de ayer, ni lo seré mañana. Y quizás ni siquiera el monumento sea el mismo. Quizás también se transforme, en su forma, en su significado, en nuestra memoria.

Regresamos a la pequeña Salisbury, y la ciudad —con sus calles suaves y su historia discreta— me pareció más cálida. Compartimos risas y reflexiones en un pub con mi nueva amiga argentina, una de esas almas que llegan sin avisar, como una ventana que se abre sola cuando más aire necesitas.

Hoy entendí que las construcciones no solo nos hablan del pasado: también nos reflejan.
Y que, desde las ventanas más grandes que he visto, lo más valioso siempre será lo que se asoma por dentro.

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