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Ventaneando VII

La luna, „der Mond“ y yo

Llegamos a Londres por segunda vez; nuestras vacaciones están llegando a su término. Es interesante cuando te descubres más seguro después de una segunda oportunidad que nos ha dado esta ciudad de nadie y de todos. A paso firme, nos dirigimos a nuestro entorno conocido: King's Cross. ¿Es el mejor, el peor, el más moderno, el más aburrido? No importa, para nosotros representa volver a casa. Conocemos sus calles, su ambiente, ciertos puntos interesantes.

Pero esta vez no llegamos realmente al punto neurálgico de la estación; decidimos quedarnos en un piso a las afueras del perímetro turístico, donde, aunque pequeña, nuestra habitación tenía dos curiosidades que nos hicieron sentir en casa.

Las guitarras colgadas en la pared dejaban un aire de nostalgia por aquellas noches nuestras en esta bella isla, y un diminuto balcón nos permitió disfrutar de esos 20 grados y del sol radiante con el que Londres nos recibía para despedirnos.

Aunque todo estaba primorosamente cuidado, decidimos, en esta segunda oportunidad, salir a rodar. De repente, me encontré con ella. De espaldas, observaba la noche o, ¿tal vez, a la luna?

Recordé que en este viaje aún no me había encontrado con ella… o con él: der Mond, mi guía, ambivalente como yo misma. Ese no saber quién soy, o no saber cuándo soy. ¿Soy él? ¿Soy ella?

Seguimos adelante. No era el momento ni el ambiente para ponerme a reflexionar sobre mi vieja amiga, “la luna”, o sobre ese viejo amante, der Mond, porque el día era tan hermoso que solo nos invitaba a caminar.

Descubrimos otra cara de Londres: barrios completamente nuevos con edificaciones maravillosas, donde antes, en el siglo pasado, hubo industria, o en los años ochenta, encuentro del punk y del Untergrund londinense.

Caminamos por la orilla del canal de Regent's. Simplemente fabuloso. La gente iba al compás del agua, tranquila y en silencio, lejos de los gritos y las innumerables lenguas que se mezclan entre los que llegan y los que viven en esta megaciudad.

Otra curiosidad: una librería sobre un barco, donde compré un libro de Hesse, El lobo estepario, sin saber que en la noche nos encontraríamos con un familiar suyo (más tarde entrará a la historia): un original de la ciudad, sin dientes pero con una voz potente, que —imagino— casi poeta, recitaba casi el precio y me daba las gracias por tan buena compra, estampando con un timbre especial el sello de su librería.

Salimos de este lugar para dirigirnos a otro punto interesante de la ciudad: Hyde Park. Al ser un punto turístico, se mezclaban nuevamente los mundos: las cámaras y los selfies con los deportistas, las familias y los ancianos que caminaban o tomaban el sol en este oasis verde de paz.

Nada más entrar, recordé Central Park en Nueva York, hace tantos años ya… pero recuerdo que me impresionó igualmente ese oasis en medio de esa selva de cemento y ventanas, en la que sus edificios tan altos me hacían sentir que eran como fauces hambrientas que me engullían sin piedad. Recuerdo también, en ese oasis verde, una pequeña cafetería donde desayunamos mientras unas pocas personas escribían o leían sus libros.

Hoy era diferente. Frente al lago, los turistas pululaban como abejitas, queriendo tomar la mejor foto del recuerdo. Nosotros no fuimos la excepción. Bebimos nuestro té y observamos, relajados, a los lugareños y a los de afuera, que solo se distinguían por la forma de sentarse en las mesas (de cara al lago o de espaldas a él).

Continuamos nuestro camino hasta llegar al Palacio de Buckingham. Ya caía la tarde; el sol dorado iluminaba la imponente estatua frente a esa magnánima casa y no pude evitar recordar al ángel dorado en la glorieta del centro de la Ciudad de México.

De nuevo, escuchamos murmullos de todas partes del mundo. Mientras ellos posaban, yo observaba las ventanas del palacio. ¿Cuántas están abiertas? ¿Cuántas, cerradas? Encontré dos semiabiertas en el bloque de la mitad. Cuatro apenas entreabiertas, como dejando entrar el suficiente aire, pero no lo bastante como para que alguien pueda curiosear desde afuera en el bloque inferior. También encontré algunas allá arriba, casi pegadas al techo: muy diminutas (tres), también abiertas. En total, divisé 92. ¡Qué número tan bonito!

Continuamos nuestra caminata y, antes de llegar al famoso Big Ben, un helicóptero aterrizaba en un edificio y luego se elevaba nuevamente con otro tipo de pasajeros. ¿Quiénes eran? Nunca lo sabremos.

¿Por qué fuimos? Porque nos parecía curioso verlo al atardecer. Fue un espectáculo de matices maravilloso: el azul imperial de ese cielo despejado londinense se degradaba en rosas, naranjas, violetas y amarillos. Recordar el grafiti de “la niña de la tarde” me acercaba cada vez más a ella.

Pasamos por el puente de Westminster y, frente al hospital de St. Martin, tomamos el autobús hacia Piccadilly. ¿Por qué no ir a tomarnos algo allá?

Mientras caminábamos, reconocimos la cafetería donde tomamos nuestro tea time hace dos semanas y pasamos a saludar a nuestro nuevo amigo: de nombre ruso, rasgos hispanos y gentileza inglesa.

Caminamos por el barrio chino y nos dirigimos a Trafalgar Square, esta vez sin poeta a la vista. Tomamos el autobús número 91 para regresar a nuestra habitación. El plan era bajarnos en la parada “L” y caminar un minuto.

Nos bajamos, sí, pero tomamos el camino equivocado. Fueron 30 minutos de caminata en los que pasamos por pubs de barrio, calles silenciosas, una infinidad de ventanas que daban a salas, habitaciones, familias compartiendo o personas viendo la televisión… La luna se presentó como noble guía de ese camino serpentino y, curiosamente, atravesando un complejo de viviendas, nos encontramos de frente con un zorro andariego. Por fin, llegamos.

Durante esta caminata no prevista, tuve tiempo de repasar nuestras experiencias vividas. Y, como he dicho en otros textos, esa pregunta sin respuesta sigue rondando: ¿quién era yo antes de este viaje?, ¿quién seré mañana?, pero, sobre todo, ¿quién soy hoy?

Sí, lo sé. Soy esa niña que todavía se embelesa con la luna, que sueña con él, der Mond, lo sigue y sabe que, a donde quiera que vaya, él siempre estará para iluminar su camino.

Gracias, UK, por todas las experiencias vividas.

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