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Máscaras

Estamos ya en la séptima semana; tiempo de carnavales, tiempo de carne-vale: Venecia y seguimos en confinamiento.

He encontrado una noticia interesante: En esta semana se inaguró el mundial de esquí en Cortina di Ampezzo es un pueblo alpino al norte de  Italia entre los Dolomitas.

Y, —qué mejor homenaje a tan mayestático tiempo—, que celebrar una apertura para ese mundial entre sueños, leyendas y deseos: Los carnavales de Venecia.

Canal Youtube: Venezia Unica – 13.02.21

Mientras hipnotizada veía la apertura recordaba mi estadía en esa ciudad mágica.

Amo su Plaza San Marco  fue construida allá por el siglo IX, siendo el duque Sebastiano Ziani, años más tarde, quien la amplió hasta adquirir las dimensiones actuales: increíble. 

Recuerdo que me llamó la atención la cantidad de palomas picoteando las migas de pan en el centro de la plaza para deleite de los turistas. 

Amo el puente de Rialto, desde donde se puede observar cómo se fotografían los foráneos intrépidos para retener unos segundos de recuerdos en papel; pero «¿qué les quedará a ellos de Venecia en su memoria?». Ciudad de ilustres nombres.

Amo el Gran Canal por el día atiborrado con sus góndolas  tapizadas con raso carmesí, acolchadas con mullidos cojines y decoradas con alfombras. 

Ciudad rica en monasterios, iglesias y cofradías, nunca sabré  si para sus pecadores o para sus feligreses, mas dudo que sea por lo segundo.

Levito, etérea, cuando recuerdo como caminaba por sus callejuelas; el espíritu veneciano me envolvía. Ya estuve aquí antes, estaba segura.

Me apasionaba contemplar las grandes mansiones que me encontraba por el camino. Intentaba imaginar la belleza de aquellos siglos, cuando los muros se construían con mármol de Istria. Mansiones con techos dorados y muebles tallados en exquisita madera. 

Podía imaginarme, con lujo de detalles, las recámaras de esa época: Seguro que eran de techo alto, con lecho mullido y el piso de mármol finamente trabajado; grandes espejos y lámparas de Murano, las debían de haber completado.

Recuerdo, que mientras deambulaba por sus callejuelas me sentía  princesa, reina, sierva y cortesana. Enigmático encanto tienes Venecia: Mi Venecia en época de carnaval… 

Casi no puedo creer que ya han pasado algunos años desde esa escapada de fin de semana a esa ciudad maravillosa. Quien no ha estado en Venecia no sabe lo que es perderse entre la realidad y la fantasía. No sabe lo que es que se apodere de ti el frenesí de los deseos, no sabe lo que es no saberse si partícipe o solo espectador.

El olor te invade; entra por los poros de tu cuerpo la salinidad del aire, salinidad que se te pega sin pudor, salinidad de cuerpos sudados, cuerpos envueltos en esencias y perfumes, escondidos entre polvos y máscaras, cuerpos voluptuosos envueltos bajos exuberantes vestidos o sencillos atuendos.

Recuerdo  que a pocas calles de la concurrida plaza San Marco se encontraba la  callejuela Malipiero famosa por encontrarse allí una modesta placa conmemorativa instalada  que decía: “In una casa di questa calle/ già calle della Commedia/ nacque il 2 aprile 1725/ Giacomo Casanova”.

Después de comprar un pequeño librillo con  historias de este enamorado me subí al “vaporeto nocturno. Aunque estaba cansada por recorrer la ciudad no quería perder la oportunidad de disfrutar la Venecia de la noche desde sus canales.

Pero el ruido monótono del “vaporeto” en el Gran Canale  entremezclado con el olor de sus aguas  a prohibido, a antaño, a historias me adormeció. Esa pócima  me avivaba la memoria, mientras mis ojos se cerraban,  mis pestañas trepidantes se negaban a descansar.

De repente, en el momento menos esperado, apareció él; en ese momento en el que menos te lo esperas… 

En el momento menos esperado apareció él en un callejón „no sabía cómo, pero sabía que era él. Estaba esa calleja casi en penumbras, la luz del farolillo alumbraba a duras penas; pero su olor, su olor era inconfundible, era él.

Y yo me encontraba a unos centímetros de su rostro y solo escudriñando esos vivos y oscuros ojos ocultos detrás de su máscara dorada, tuve la certeza de que era él. 

Apenas con sentir la llama de esos ojos ardiendo de pasión detrás de esa máscara me encadenó a la aventura, me encadenó a esa aventura que yo misma no esperaba. 

Jamás pensé sentir atracción  por una fantasía, por una máscara, pero eran sus ojos los que me embelesaban.

Eran sus ojos, ¿quién era él, quién era… ? No lo sabía. Para mí, él era él, y eso era más que suficiente.

Pasó sigilosamente junto a mí; su olor mudo me gritaba: «¡Tómame, estoy aquí, dispuesto para ti!». Impávida lo seguía, lo seguía con la mirada; su pulso se aceleraba. Retrocedió para saludarme, se inclinó con vehemencia e inclinó también su cabeza, cubierta por la capucha de una larga capa dorada a juego con su máscara. Al levantarse ya no la llevaba. 

La máscara que descansaba en su mano izquierda era dorada con ribetes negros y finas piedras  que al reflejo de la luz brillaban; me embelesaba.

Me besó sin preguntarme, sin preguntar ni siquiera mi nombre, no era necesario: nos conocíamos, nos conocíamos desde siempre. 

 Bajo la luz mortecina de la candela de ese repecho, me arrimó contra uno de los gruesos muros de esa antigua Venecia y entre piedras de cantos, de angustias, de amores frustrados, de risas, de llantos, me arrimó a su voluntad.

Mi vestido era del color del hibiskus en flor; el escote cuadrado de mi corpiño almohadillado estaba hecho de fina seda y lo remataban largas cintas de raso dorado que se entretejían a la altura de mis pechos, realzando más su voluptuosidad. 

Las mangas largas y acampanadas, decoradas profusamente, contrastaban en color con el vestido: eran doradas como la capa de mi futuro dueño.

El faldón lucía ancho y discretamente brillante; el color del hibiskus a esa hora rayaba el negro-cardenal de la noche; este desentonaba con mis hermosas y bien cuidadas enaguas blancas ribeteadas por delicados encajes de seda también. 

Él me arrinconaba y, mientras lo hacía me susurraba al oído «tú serás mía por siempre», su mano se apoderaba de las cintas de seda de mi corpiño y las desataba con una agilidad vertiginosa.

Mientras yo apuraba en levantarme con prisas las enaguas; liberaba mis ganas de ser  tomada entre el bullicio y el silencio, entre la soledad y el tumulto, entre la música y la melancolía. Quería ser amada  bajo la luz de la luna plena. Él, el de la máscara, no desperdició la oportunidad. Apoyado sobre mi pecho alcanzó mi cuello y lo besó: sus labios eran suaves, finos y perfectos.

Sacó su pañuelo y me limpió, no solamente el sudor, sino también mis lágrimas de felicidad que corrían por mis mejillas encendidas por la pasión. 

Y, tras besar mi mano, se alejó en dirección contraria. Quise correr, pero no pude… Desperté.

El  vaporeto hacía su última parada de la noche:  “Puente Rialto“. 

Recorrimos siglos de historia en escasos minutos: pasamos por el Palacio Ca di Oro, por la Galería de la Academia, por el Palacio Ca’Rezzonico y hasta por la iglesia de Santa María della Salute, mientras yo gozaba de mi propia historia entre máscaras en la voluptuosa Venecia del siglo de las luces. 

Había llegado a mi destino y entre mis manos solo se encontraba ese viejo librillo adquirido unas horas antes en esa tienda de anticuario de la calle Malipiero, donde se relataban algunas escapadas y leyendas del ilustre Casanova durante su estancia en Venecia. ¡Extraño, el pañuelo que apretaba en mi mano aún olía a él!

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