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No hay adjetivos para describirla


Para la Mezquita Sheikh Zayed sobran los adjetivos.

Para describir mi experiencia en Abu Dhabi, debo concentrarme hoy en un solo color: el blanco, la unión de todos los colores. Mi paso por esta ciudad quedó marcado por ese tono, predominante en la imponente Mezquita Sheikh Zayed.

Abu Dhabi, la capital de los Emiratos Árabes Unidos, es también el segundo emirato de los siete que componen esta nación. Un país que comparte una misma moneda, el dírham, cuyo origen etimológico se remonta al griego y que en la antigua Grecia significaba "la décima parte de un dinar de oro".

Siete pueblos se unieron en un sueño común. Aunque, como en toda familia, existen rivalidades, se apoyan y colaboran cuando es necesario. Son hijos del desierto, una tierra que, con un 96% de árido territorio y solo un 4% cultivable, ha conseguido, en un tiempo asombrosamente corto, transformarse en un poderío moderno.

Recuerdo cuando estudiaba historia y aprendía sobre los grandes imperios, como el griego, el  inca, el romano o el de  Castilla. No me cabe duda de que en el futuro hablaremos también de este reino emiratí, que sigue con orgullo las palabras de sus antiguos líderes: "Sed los primeros en lo que os propongáis, porque nadie recuerda al segundo".

Visitamos la mezquita, un monumento de mármol blanco inmaculado, adornado con miles de piedras preciosas y semipreciosas. En sus decoraciones florales, tanto en el suelo como en las columnas y paredes, se utilizaron lapislázuli, amatista, ónix rojo, aventurina, nácar y conchas de abulón, entre otras.

Después de aparcar en el lugar equivocado, tuvimos que caminar unos 20 minutos bajo un sol abrasador, con temperaturas cercanas a los 40 grados. Mientras avanzaba, me sentía como un peregrino en camino hacia un lugar sagrado, desconocido.

Al llegar a la entrada, nos recibieron amablemente emiratíes que verificaron nuestra vestimenta y nos indicaron el camino hacia el interior de la mezquita. Los turistas debían respetar las reglas: las mujeres tenían que usar abayas y los hombres debían tener las piernas completamente cubiertas.

Me conmovió la simbología impregnada en este moderno templo islámico, donde la flora se tomó como ejemplo de hermandad y unidad. Un recordatorio de que, aunque todos somos diferentes, si nos unimos, alimentándonos unos a otros como lo hace la savia entre tallos y hojas, podremos sobrevivir y protegernos mutuamente.

La construcción de la mezquita tuvo lugar entre 1996 y 2007, combinando la magnificencia de la arquitectura morisca (occidental islámica) y mogola (indoislámica). Su alfombra, tejida por 1200 mujeres iraníes con los materiales más finos, y sus lámparas de araña, traídas de Alemania y elaboradas por Swarovski, simbolizan la leche, la miel, el agua y la vida.

Y pensar que, durante esos mismos años, mi país, Venezuela, se hundía en el abismo de la deuda, la crisis económica y la corrupción. La destrucción interna, el vandalismo, el robo y el éxodo masivo de mi gente lo han devastado. Ahora, solo la maleza crece descontroladamente, arrasando con todo a su paso. Esta comparación me llena de tristeza.

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